
El ajo se repite en la gastronomía española hasta en la repostería. España es trascendente porque huele a ajo y a aceite. Más nada. Gracias a estas dos maravillas nos diferenciamos del resto del mundo. El ajo, sin duda, es nuestra más universal característica trascendental. Y juro que no es una metáfora espacial sino una realidad absoluta. El ácido lirismo de todo lo profundamente nuestro “nos llena de orgullo y satisfacción” y su aroma es siempre idéntico: a sopa con garbanzos con una rebosante carga de alicina. Somos un país pobre, de aliolis para fiesta y tostada con aceite para arrancar el poco prometedor día a día. Abundamos en la sal que potencia condimentos tan sabrosos como comprometedores para las buenas relaciones sociales. Transpiramos ese tufo a miseria de nuestros mayores que hubieran preferido la piña, el cardamomo o el limón para curarse de esa costra invisible que nos envuelve. Los médicos coinciden en afirmar que el bendito ajo y el santificado aceite combaten el colesterol, favorecen el sistema inmunitario, reducen la presión sanguínea, son antiinflamatorios y alivian los resfriados. Cuando Bram Stoker creó el personaje de Drácula seguro que se inspiró en España y que su príncipe de Valaquia sería algún terrateniente andaluz. Si lo hubiera escrito en esta época habría llenado las entradas y las salidas del congreso de diputados con elegantes ristras de las Pedroñeras y estaríamos, gracias a sus reconocidas virtudes, más a salvo de esa trascendencia de lo aceitosamente resbaladizo: la política.
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