A día de hoy, en la senda de los derechos de la humanidad, el buen periodismo se resiste malamente a morir entre tintes ideológicos, marcados por las cabeceras de los periódicos que eligen ser rivales y no contrincantes. El valor del público de cada una de esas cabeceras pesa mucho en las intenciones de voto, y en las resoluciones sociales y políticas, donde la desinformación tiene su mejor caldo de cultivo. Información vaporosa y dirigida para los que ni quieren ni saben pensar, escrita por quienes no saben escribir para confundir a los que no saben leer. Es un hecho constatable: si por la mañana lees cuatro periódicos españoles (El Pais, el Mundo, el ABC y la Vanguardia), que hacen que te sientas viajero ideológico en cuatro países diferentes y, las más de las veces, antagónicos, simplemente observando reflexivamente el sesgo de los titulares. Y si, como añadido a este pastoso caldo de miserias, buscamos fuentes de información en el rutilante universo de las redes sociales, el tema empeora sustancialmente. Los diversos ciberespacios, por defecto, son un basural donde defecan bots, cretinos, mamarrachos y bobos de baba, bien enculados por el algoritmo. La asquerosa ética de X, Instagram, Facebook, Wechat, Douyin, TikTok… a su paso por los inevitables Whatsapp y Messenger han convertido las noticias en una cutre mierda (sin perdón), que aburre a un rebaño de ovejas convalecientes de idiotismo en grado superlativo. Lo peor de todo es la sensación de sentirse dueño y bulímico señor de la información desde una informalidad que parece ser bendecida por la estulticia manifiesta de una libertad, que oprime su naturaleza y se confunde torterizada y tontorizada por un consumo ansioso sin ningún tipo de crítica personal. De eso, de lo acrítico, se encarga el algoritmo, que, viendo tus preferencias y tu reiterativo perfil, inunda tus encuentros con lo noticiable de aquello que -siempre acierta con tu consumo preferente-, donde te sientes, aun a tu escaso pesar, cómodo jibarizadito ante su constante bombardeo. Los psiquiatras ya nos avisan alarmados de que las plataformas son dañinas para nuestra salud mental e incluso para nuestra ética moral. Ninguna, en este invierno que nos golpea, usa algoritmos de choque para controlar la propagación de la desinformación. Ninguna verifica con eficacia sus contenidos. Las cuentas anónimas y los boots se han adueñado del sistema, y aprovechan nuestra tendencia lógica a seguir a quienes entendemos que comparten nuestra opinión, nuestra ideología o nuestros gustos particulares. Y esta concomitancia de idearios de cualquier género y condición se convierte, sin inocencia, en ruidosos altavoces con potenciadas cámaras de eco, que silencian y apagan la difusión de ideas y conceptos enriquecedores y diversos, aplanando nuestras mentalidades. Hoy he recibido dos videos familiares que me hacen dudar de la importancia de escuchar, por principio, a los seres queridos, y me ha dado una triste diarrea cerebral que soy incapaz de asimilar, porque ante el seguidismo sin análisis desde redes infectadas, y ante la evaluación de lo que uno puede considerar vergonzoso, inmerso en su ya provecta opinión que no da crédito a tanta rabiosa toxicidad, hay poca tolerancia por mucha resiliencia que desayune como dieta sanadora. Puede ser que tenga allegados incurables, y me causa mucha tristeza tensa amuermarme en esta exegética teta asesina que nos amamanta a todos por igual.