Hay gentes a las que les pesa el mundo colgado de los cojones de sus ideas, y gentes a quienes los sueños, siendo de plomo mezclado con iridio, les parecen nubes de algodón abanicadas. El pasar del ciudadano de a pie por esta perra desafección es como la larga agonía de los batracios fuera del charco. Ya se hace difícil creer en estos malabaristas de la palabra y sus sofisticados laberintos que, mapeados por la prensa, nos llevan al cancerígeno desánimo. Escuchar sus proclamas ya es vicio de tonto de baba, y procurar entender sus argumentos es motivo de frenopático con camisa de fuerza. Es tal su falta de respeto para nuestras voluntades políticas que, dice un amigo mío, el simple hecho de no conocerlos personalmente les mantiene con vida. Pero, habiéndolos malos, muy malos y peores, ninguno tan solemnemente despreciable como ese tal kafkiano Abascal que, cual «Ungeziefer”, bicho de duro caparazón con muchas patas y vientre convexo, propone sin escrúpulos una metamorfosis del país hacia el lado más oscuro de la historia. (Si es que puede haber más oscuridad que la del absurdo franquismo y su insuficientemente denodada memoria). Proclama este sujeto Samsa, fuerte con los débiles y débil con los fuertes, todo tipo de anatemas contra los inmigrantes pobres, mientras a los acaudalados, extranjeros o nacionales, negros , amarillos o marrones, les limpia con su rancia barba de pijovago los zapatos de pisar voluntades. La aporafobia xenófoba en grado excelso recorre su discurso teñido de la peor de las rabias, no se sabe si por enfermedad sobrevenida o por adopción de síntomas cerebrales fiebrosos. Pues así, por la cara, con muchísima cara, con caros recursos de su ultraderechecista hungarissssimo amigo Orban, enfangado en muy caras irregularidades penadas por ley y soberbias manguiruleces desalmadas de Revueltas danofachosas en barros valencianos, han conseguido poner sus siglas -de tercero en pódium-. Es risible, si no fuera por lo peligroso, esa posición que auguran las encuestas. Es para que toda la izquierda de este país se lo haga mirar muy detenidamente, porque la subida de estos especímenes tan dañinos socialmente no se consigue si no es aupándose sobre los fracasos y tropiezos más tontos que la imaginación menos privilegiada pueda permitirse. Se necesita un vivificador cambio de paradigma y un limpio conductor que lo pilote. Se necesita que una izquierda ofrezca la mano a otra izquierda para bracear esté proceloso temporal con brújula bien nivelada. Se trata de acumular fuerzas sin moderación y con valiente generosidad. Sin protagonismos partidistas y sin tonterías de libro. La España entre el rumiar y el regurgitar no puede permitirse retroceder a lo ranciamente garbancero, y merece progresar socialmente bocado a bocado donde el futuro tenga la esperanza en vilo. Involucionar es fracasar indigestamente. Si estos tipejos trampean al enseñar –el costoso valor de lo gratuito–, la política social debe señalar a los confundidos con los aditamentos que las servilletas de papel, los palillos, las vinagreras, la sal y la pimienta no son a costa de nadie ni un elemento decorativo, ni una obligación de bareto con ansias, sino una normal normalidad dentro del servicio al cliente que, sin duda, por pagarles el sueldo de meseros nos merecemos en nuestra consumición que, por supuesto, ha de llevar un limpísimo mantel y una buena vajilla con cubertería eficaz en las ayudas. A buen entendedor …buena tapa y buen postre. Dijo Galeano que, “al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”. ¡Pues eso!, que tengamos a orgullo el gran valor de lo gratuito que todos sabemos perfectamente cómo se consigue y no es comulgando con ruedas de molino.











