Me gustaría poder visitar el cementerio de las ideas y de los afectos, de las convicciones y de las dudas, de los odios y de los amores. Y así podría reconocer a mi anciana madre en toda su dimensión humana que, seguro, no sería ni más fría ni más caliente, de la que sin trascendencias alcanzo a imaginar. No somos como realmente somos, ni tampoco como quisiéramos ser. A penas nos parecemos a la imagen que damos, y cuando, frente al espejo, nos reconocemos en los surcos de nuestras arrugas, lo hacemos solo para consolar los fracasos que nos embargan, para perdonarnos la estupidez, o para maquillar nuestra anchurosa colección de defectos. Ayer, mi madre, que ha desconocido a su hermana, a su padre y a su marido, ha tomado su café con el ansia de quien tras alcanzar la cima de una montaña contempla la agitada respiración de un paisaje inesperado, empapado de soledad, y desvanecido sin remisión, para internarse a viajar unas procelosas vacaciones por el vacío. El transitar de la espera sin rumbo, agotadas las fuerzas, es un itinerario lento, desconsolado y probablemente indoloro, pero está concluyentemente sometido a una tormenta de soledades que empapa los recuerdos y los condena a ahogarse sin piedad en las orillas del abandono palmario. Si visitáramos a menudo esa tranquila y oscura necrópolis del final de los finales de todo aquello que tuvo principios en nuestro corazón, no podríamos mantener viva ni una sola esperanza, porque el silencio y la soledad son sus asesinos enemigos luminosos. Mi madre, que ya gastó todas sus esperanzas en sí misma y en lo que le ha rodeado con la persistencia del pasar cotidiano, cierra los ojos en la conversacion, y visita ese mental osario de puntillas con una dulzura cómoda que nunca disfrutó en su pesimista vida de viuda leonesa sin camposanto ni campodiablo. Ahora, que no la quedan lágrimas, puede vagarlo sin fatigas, buscando quizá ser memoria de quienes la hemos acompañado mal que bien. No sé si triste o alegre memoria, porque el tiempo aún no se ha detenido para dormir otro despertar y tender los ojos sobre los grandes secretos, los enormes errores y los fortuitos aciertos que desaparecerán de repente en un próximo pestañear. -Toda una vida cuesta llegar a la muerte-, es la enseñanza miope que heredo de los acompañamientos a su último refugio nublado. Es un sentimiento vehementemente descorazonador. Las despedidas largas son tan insoportables, innecesarias y desconsoladoras como los saludos impacientes que pierden el hilo.
Es lo más triste, pero también lo mejor que te he leído y, seguramente, lo que más se aproxima a la enorme confusión que reina en la cabeza de tu madre.