Entre el que gana perdiendo y el que pierde ganando hay todo un mundo de libertades, de ideas, de compromisos con el futuro y de intrigas low cost. Quien todavía pueda abrazarse con aquellos que gustan de lo trasnochado y lo caduco o de pisotear sociales derechos de progreso y de ser los amos del cortijo a toda costa, no merecen ser abrazados por la sabiduría de la batalla justa, donde se puede ganar o perder elegantemente, con deportividad y con inteligencia. Don Alonso Quijano ya había dibujado el escenario de la cordura en el siglo de oro de nuestra patria: «Luchamos contra tres gigantes, mi querido Sancho: la injusticia, el miedo y la ignorancia”. Ahora, tras el varapalo a la derecha contumaz en su electoralista viaje al pasado, se avecina un alud de pesadillas que estos sujetos, a los que solo les sirve ganar, van a pretender utilizar contra el sistema parlamentarista. No se han leído la Constitución ni del derecho ni del revés. Son tan cazurros y tan espesos que nunca entenderán la normalidad de lo extraordinario cuando esta se cocina en la diversidad como indiscutible regla política. Nos guste o no, somos un país de singularidades cambiantes, y en esa riqueza de las diferencias estamos condenados al entendimiento y a la convivencia desde el respeto. Disfrutamos merecidamente de una democracia adulta y consolidada a prueba de haters y de cavernícolas. Somos, además, y lo hemos demostrado cientos de veces, una sociedad naturalmente buena y generosa, capaz de sobreponerse dignamente a infortunios tan exagerados en el tiempo como el franquismo. Las papeletas en las urnas han verificado que somos capaces de airear nuestra tolerancia nacional a la, a veces injusta, perversidad de los números. Un escaño para algún partido como el BNG ha costado 150.000 votos frente a los 52.000 que le ha valido a UPN. Ese mismo escaño, al PP le ha costado 59.000, al PSOE 64.000, a VOX 91.000 y a SUMAR 97.000. Grandezas y miserias de una ley electoral que dibuja un tablero político con diferentes precios de las casillas, en función de unas patologías territoriales aceptadas, pactadas y marcadas con unas reglas de juego estrictas. Quienes no las pretendan acatar, poniéndolas en tela de juicio en función de sus resultados, que se lo hagan mirar, que actualicen con limpieza profunda los rincones más oscuros de su corazón, eliminando el tipo de miserias que atesoran y que, de una vez por todas, hagan definitivo el peso de lo razonable, lo justo y lo correcto. Recuerden que en este siglo XXI no vale que valga la ley sólo si te beneficia, y valoremos en su justa medida los consensos necesarios. La ley puede ser transformable a través de los votos, pero no es cuestionable según aquel antiguo principio donde: el bien del pueblo ha de ser la ley. La igualdad procesal sin discusión, la regularidad jurídica sin torticerías y la igualdad de todos ante la ley sin distinción, fueron proclamas certeras contra la arbitrariedad que llegan frescas a nuestros días en la autorizada voz del ilustre hidalgo manchego con la que comenzábamos este artículo: Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida con los ignorantes que presumen de agudos.
¡Excelente análisis, maestro!…. Como siempre.