Deberíamos rebelarnos y no callar, como solemos hacer. Nuestra obediencia es ciega porque no nos paramos a pensar, simplemente seguimos el plan que nos presentan. Para muestra un botón.
Unos amigos fuimos a la final de la Copa del Rey y esa misma noche, un par de horas después de haber finalizado el partido, no dábamos crédito a lo que sucedía. No me refiero al partido de fútbol entre el Athletic de Bilbao y el Real Club Deportivo Mallorca, que transcurrió con tensa normalidad, ni hablamos del abandono que sufre el propio estadio donde se disputó el match, conocido como La Cartuja, y del que habría, por cierto, bastante que decir.
Para quien no lo conozca, el estadio está como varado en el tiempo, lleva más de 20 años como una estatua, es un edificio gigantesco y triste al que le vendría bien darle una mano de pintura, acicalarlo, hacerlo más accesible, no hay ascensores, ni rampas, las escaleras exteriores dan vértigo de la inclinación que tienen… Pero esto, repetimos, no es lo malo de este estadio con capacidad para algo más de 57.000 personas y que acumula, leemos en Expansión, 34 millones de euros de pérdidas. Lo peor es que está fuera de la ciudad de Sevilla y que en esta ocasión, suponemos que por motivos de seguridad, había policía por todas partes, solo se podía acceder a él caminando. Los coches, los taxis, los uber y demás, hambrientos de clientela, estaban sin embargo prohibidos. Así que no tocó otra que caminar desde la ciudad hasta La Cartuja, hora y media dando pasos, uno tras otro, no importa que fuera de noche y se hiciera sobre cristales, piedras, grava, papeles… No había carteles, caminos señalizados, asfaltados, solo un gran descampado en el que la gente se movía por inercia, a veces dando saltos para evitar los accidentes del terreno. Y es que los aficionados vascos y mallorquines asomaban por todas partes, con prisa para llegar al estadio y no reparaban en lo que pisaban.
Pero lo peor, surrealista porque hablamos de Sevilla, una de las ciudades más pobladas del país, es lo que sucedió después, como una hora más tarde de la entrega de su majestad Felipe VI de la Copa del Rey a los jugadores vascos, ganadores de la final. Al salir del estadio, era noche cerrada y no había señalización ninguna que indicaran las posibles salidas hacia la ciudad, la gente se movía por inercia. Allá donde iba la mayoría iba todo el mundo, de modo que se creó una gigantesca ola de personas de varios centenares de metros y varias decenas de ancho. (ver imagen) Nosotros preguntamos varias veces a policía y trabajadores del Ayuntamiento que organizaron el match dónde se podía recoger un vehículo para regresar a Sevilla, pero dijeron no saber.
- ¿Y por dónde se va a la ciudad?, preguntamos también, sin recibir una respuesta idónea tampoco, había opiniones para todos los gustos.
Y es que, repetimos, no hay ni un cartel, nada, que indique las direcciones a tomar caminando, o en coche. Así que de repente nos vimos siguiendo a esa ola inmensa de personas que iban caminando en una dirección, pasando por debajo de una carretera donde había coches parados en los arcenes y tráfico en los carriles de la autovía. Parecía una película de zombíes y nos dio miedo adentrarnos en ella, dejarnos llevar, como hacía el resto. Pensamos que si pasaba cualquier cosa podríamos quedar atrapados en la muchedumbre y podríamos sufrir alguna caída. Nos preguntamos qué pasaría con los niños y ancianos que paseaban en aquella multitud de darse una estampida… Decidimos entonces seguir a un grupo, unos cientos de personas que caminaban en busca de otra salida distinta hacia la ciudad. Los seguimos por puro instinto. Y minutos después nos encontramos perdidos, sumidos en un camino de tierra, con arbustos y vegetación, iluminados tan solo por las linternas de los móviles. No dábamos crédito. De repente, pasamos de estar en un estadio deportivo hiper iluminado con miles de watios a caminar por un sendero que no se sabía dónde llevaba. Media hora después y tras ir y venir varias veces por distintos caminos de tierra, conseguimos acceder a la civilización, aparecimos próximos a un hotel Barceló, donde pudimos llamar a un coche para que viniera a buscarnos. Ahora sí teníamos referencias para hacerlo. Antes era imposible pues no había indicaciones de donde estábamos, ni carreteras. Sin embargo, hasta casi dos horas después no llegamos a nuestro hotel pues finalmente tuvimos que regresar caminando hasta la ciudad. No había ni un coche libre esa noche. Los transportistas hicieron su agosto. El agua les había estropeado el negocio de la Semana Santa, pero el fútbol les trajo el maná perdido.
En resumen, que nadie se quejó por esta situación. Varias decenas de miles de personas, lejos de protestar por ello, se limitaron a aceptarlo, que es lo que suele pasar. Y para colmo, las entradas, a la mayoría le habían costado un buen pellizco.
Gonzalo Martínez