Cuando el adiós ya es un lugar donde crecen los cipreses que no creen en la vida eterna, ocurre que tu madre te abandona para siempre y no te da tiempo a contarle lo mucho que te faltará. La vida es un sinfín de desencuentros , pero ninguno es tan doloroso como ese momento en que ella, cerrando los ojos para siempre, te convierte en un huérfano que pasa de niño a hombre sin transición. Ya nadie nunca más te podrá alzar la voz con o sin razón, ni a ofrecerte dos bofetadas por lo malo que hayas hecho, o un par besos de perdón tras la zapatilla voladora que se acompañaba de ese dicho lapidario que tan pocas veces te llegó al corazón de las entendederas ¡Qué sea la última vez que…!
Hoy me puse a escribir y me taladraba la cabeza, que en estos casos de desconsuelos no da para mucho, aquella frase inmejorable de Johann Paul Friedrich Richter «El recuerdo es el único paraíso del cual no podemos ser expulsados». La suscribo con ansias de robo intelectual.
Esta semana se celebra el primer aniversario de la muerte de la mujer que me parió. Entonces, cuando ocurrió esa precipitada despedida, mande a mis amigos y familiares próximos esta esquela titulada ISABELLA, de la que hoy no movería ni una coma:
Yo visitaba a mi madre para recordarla que estaba viva y ella, que estaba empeñada en olvidarlo, me miraba como quien mira el transparente viento en un día despejado. No había en sus ojos desde hace un año ni una sospecha de que ella encontrara por casualidad el equilibrio entre el mirar y el ver. Su pupila desenfocaba mi figura, que era la única que la mantenía con su peso sobre la piel del planeta tierra . Lo hacía fácil, casi sin querer, porque ya había perdonado todo lo perdonable, incluso su afable existencia, en un natural ejercicio de olvido que la mantenía para sus adentros tan bella como fue de joven. Isabel, que incluso se había perdonado a sí misma, pese a ella, se mantenía con la coquetería dispuesta a cualquier conquista lisonjera de quien pudiera procurársela. El espejismo en el cual vertió su vida con otros mágicos azogues sin reflejo sin duda estaba iluminado solo para ese menester de recibir halagos. Ella podía claramente admirarse en tercera persona y daba a su bien ensayada autocomplacencia el valor universal que a los seres humanos nos ha conferido la suerte del ADN en esa lotería-jaula de naturaleza caprichosa que hace hermosos a unos y desgraciados a otros. Asi llegó relajadamente casi a completar un siglo en el cual solo un accidente hirió con furia su corazón: la muerte de Eduardo que además de ser su primer admirador era esclavo de cualquiera de sus voluntades por absoluta entrega marital.
Hace unos dias su fatigado y elegante espíritu marchó a los tiempos lentos en busca de una mejor suerte de pasar con los dias de duelo a la espalda sin dolores ni molestias. Lo hizo calladamente y casi sin percibir el adiós que teníamos preparado para cualquier –hola- que se le pudiera ocurrir. Asi son las curtidas gentes de la montaña leonesa que ni saben de despedidas ni de encuentros más allá del rocoso reloj que marca solo el paso de las nubes entre picachos, los fríos y las tiernas palabras ahorradas para decorar en oscuro un cristal de gafas sin panorama horizontal. Asi son y nada les hará cambiar su inquebrantable carácter vertical. El olvido en ellos es la forma más excelsa de libertad y aprenden desde niños que las ausencias, (incluso las familiares), no tiene que ver con la distancia y que no todos los silencios devienen glacial olvido. El arte de terminar no tiene reglas y ella eligió una pauta muda, de lágrimas secas como piedras de trillo y de amneas tan largas como nuestro desconsuelo. Allá donde estés, ISABELLA, colócate los oros sobre la camisa de satén y bordados, continua bien repeinada y con las uñas de laca roja reluciente perfectamente dispuestas al saludo. Por fin has llegado a la altura que deseaban tus sueños y lo has hecho con los bolsillos llenos de cariño para consumir los muchos tiempos que aguardamos nos esperes. Gracias por regalarme la vida.
No puedo decir que la echo de menos porque nadie puede cambiarse la sangre y ese líquido, que es memoria sin letras ni palabras, aguanta la vida filial entera hasta pudrir en tierra los sueños, los amaneceres y las alegrías de la existencia. Por eso, aun sin pretenderlo, la echo de más. Mucho -más de más- de lo que celebran los aniversarios en el calendario de hogar que siempre ha tenido, clavadas con chinchetas de hierro fundido en sus cuadriculas, las manías de ser triste en fechas señaladas.