La congregación pepera contra la amnistía de este soleado domingo resumió, nacionalmente otoñal, un delirio colectivo contra una hipótesis muy factible. Era una ocasión única para darme un baño de banderas rojigualdas, abanicando vientos azules, que produciría desde la presbicia de mi fatigada mirada un efecto sedante para mis discutibles y picantes ansias moradas de leonés rampante. La purpurada bandera de mi tierra, sin normativa institucional para su color y su coronado león rampante a izquierdas, se ha gozado muy diferentes modelos desde aquella que propusiera Alfonso IX, y a la que mi amigo el Boinas hace años propuso colocarle «un par de pelotas en gules diferentes al cuerpo del gato». Imbuido de ese espíritu tan virilmente carpetovetónico y tan parlamentaristamente paleto de provincia leonesa con historia donde –había España antes que en Castilla Reyes–, me coloqué un dificultoso enema de argumentarios de los de Génova, para mimetizarme y me dejé ir, como quien va al patíbulo sabiéndose inocente, hasta la plaza de Felipe II. Es muy curiosa la sensación interna de este tipo de medicinas flag administradas a cascoporro para concurrencias feroces. Por una parte, escuece y por la otra el acuchillamiento a lo íntimo te produce un desasosiego imposible de absolver, absorber y evaluar como laxante. Lo dialéctico, vía rectal, funciona rápido si parte de una gran mentira, y lento si nace de una verdad indiscutible. (Para sentirme más vivo, cuando era más joven, visitaba salas de enfermos terminales en los hospitales que no detenían mi entrada. Era un ejercicio sanador de veloces efectos políticos y secuelas anímicas expeditivas. La salud física y mental para ser y sentirse socialmente aceptado depende de trucos tan benignos como este). El caso es que me arrimé hasta el evento -moradito y rampantizado-, aunque temeroso de no ser bien aceptado. Allí estaban, de cuerpo presente Feijóo, de corpore insepulto Aznar y Rajoy, de cuerpos callosos Almeida y Ayuso, y de cuerpo de baile un nutrido gentío vocinglero con carteles blandidos con tal furia catalítica y catártica que la estrujada efigie dolomitizada que homenajea la Gala de Dali se convirtió por primera vez en su ajetreada historia en el más auténtico espíritu del Newton representado, mandando en olor de multitudes a tomar por el agujereado culo la gravedad del momento. Allí se escenificó, a bombo y platillo desafinados, la gran debacle del perdedor líder de la oposición ganador de las elecciones y allí mismo, sin ir más lejos, a la fresca sombra de cientos de banderas, a falta de –montañasnevadas-, se amortizó la tragicomedia bufa de un partido que, teniendo razones de peso plomizo en su alegato contra una posible amnistía, hizo añicos aquella frase del Newton de bronce que preside el centro de la plaza: «Un hombre puede imaginar cosas que son falsas, pero sólo puede entender cosas que son ciertas». Después del evento, en una cervecería de la calle Goya que tiene en su frontal principal una versión plástica modernizada sobre «los desastres» del gran pintor, abandoné mi disminuida bandera purpurada leonesista con el gato castrado y, tras ponerme internacionalmente “purple de cañitas en libertad”, conseguí defecar mis miedos en el higiénico servicio del sótano mientras recordaba, en un esfuerzo casi lacrimoso, las tribulaciones que padeció Felipe II al perder el control de las posesiones del Nuevo Mundo. Duelos y aflicciones que el domingo se reprodujeron y se manifestaron –donde no se ponía el sol–: en la incorregible carcunsfera. Mientras, y simultáneamente, en Gavá, muy cerquita a la Barcelona que nunca se resignó a ser Condado, un PerroSánche se salía de rositas en la fiesta del PSC mascullando y obrando entre vítores de sus –perroquinos-: “Hay “números” suficientes para que se reedite el Ejecutivo de Coalición”.