La elección de Gregorio X en septiembre de 1271, en momentos en que la Iglesia estaba sumida en profundas divisiones políticas, se produjo después de casi tres años de deliberaciones en la ciudad de Viterbo, unos 85 kilómetros al norte de Roma.
Después de dos años sin definición, los pobladores locales iniciaron una ola de disturbios, retirando el techo del palacio en el que los cardenales estaban reunidos -supuestamente para permitir que el Espíritu Santo los alcanzase- y cortaron sus suministros de comida para empujarlos a tomar una decisión.
Las condiciones fueron tan complicadas que dos cardenales murieron y un tercero tuvo que abandonar el cónclave por problemas de salud antes de que los restantes «príncipes de la Iglesia» finalmente escogieran a Gregorio X.
El nuevo pontífice estaba decidido a que ese calvario no volviera a producirse jamás. Por eso, en 1274 dictaminó que en el futuro los cardenales deberían permanecer encerrados en una habitación individual, con un baño adyacente, en el palacio papal, en los 10 días posteriores a la muerte de un Papa.
Después de tres días, si no era elegido un nuevo Sumo Pontífice, se les serviría sólo un plato para el almuerzo y para la cena, en lugar de dos. Después de cinco días, sólo recibirían pan, agua y un poco de vino hasta que llegaran a una decisión.
El valor de las nuevas reglas fue destacado cuando en 1294 llevó más de dos años designar al nuevo líder de la Iglesia.
El punto de estancamiento sólo fue superado cuando el cardenal italiano Latino Malabranca declaró que un supuesto santo ermitaño, Pietro Del Morrone, había profetizado castigo divino para los electores que fracasaran por mucho tiempo a la hora de escoger un nuevo Papa.