Hoy mi indomable loro Makoko se ha marchado volando al mundo de los silencios. Durante muchísimos años acompañó a mi familia con sus graznidos y su mal carácter selvático. Era un animal muy particular que precisaba atención y cariño dando muy poco a cambio. Su fuerte era repetir las frases que mi amigo Pascual le había enseñado pacientemente y que él imitaba perfectamente. De sus muchas ocurrencias la que más me divertía era cuando engolaba la voz y susurraba como contando un secreto – ¿Eres Kafka? -. Tambien aquella frase de Johnny Guitar, que, cuando se ponía trascendente, declamaba con la misma parsimonia de Joan Crawford y la voz del Cervera más fumador –Miénteme, dime que me quieres- . Disfruté la compañía de otro loro en Guinea Ecuatorial: se llamaba Kiko. Vivía yo con Javier y Luis, dos maravillosos camaradas de juventud aventurera. Javier lo trajo a Madrid y su padre padeció en su compañía la colección de ruidos que había aprendido con nosotros y que ejecutaba virtuosamente. Su especialidad era el abrir cerraduras y cerrar puertas. Lo hacía a la perfección cada vez que le apetecía. Tenía una indiscutible alma de cerrajero. Falleció mucho más joven que Makoko siendo de la misma edad. Ambos nacieron en los años ochenta. Eran loros de otro siglo. Los yacos, que es la especie de estos animales con los que he compartido vida, son grises, tienen el rabo rojo y el ojo amarillo chillón. Ven unos 140 grados por cada ojo, siendo los 40 restantes un punto muerto a su espalda. (Como cualquier político que se precie). Son esquivos con los extraños y vuelan peor que mal. Os cuento todo esto para no darme luto sin medida ni hacer durar más de lo necesario el duelo. (Hoy pretendo un artículo terapéutico). Un loro es un amigo tan raro que solo tiene una amistad y esa eres tú. Establece asi una conexión indescifrable y preocupante porque tú no le puedes fallar. Él depende absolutamente de tu afecto y, “de a poquitos”, te brinda el suyo. El cariño de un loro, tal como lo veo, queda perfectamente reflejado en una solemne frase de Paul Auster en su novela “La habitación cerrada”: “No se puede castigar a alguien por una falta de cariño, ¿Verdad? No puedes ordenar a un niño que te quiera sólo porque es tu hijo”. Yo, hoy, me encuentro jodido, pensando que siempre vivió en una jaula, aunque tuviera la puerta abierta. Esa fue su confortable – habitación cerrada-.
Ni Makoko ni Kiko consintieron la falsa hipocresía de un funeral. Pensando en ello y trayendo su óbito al terreno humano, colonizado por otro tipo de pajarracos, se ahorraron, como los políticos de las comunidades, esa hipócrita despedida que las urracas, los buitres, los cucos y los mirlos deparan a sus congéneres. Los carguetes, carguitos y cargotes, los de la voz de su amo y los que sus canoras voces del silencio solo hicieron del eco numérico que las leyes se establecieran sobrevolando a la ciudadanía se van vivitos y coleando sin que nadie les eche cuentas y al contrario que estos dos muy queridos loros africanos, no dejarán ni rastro ni recuerdos.