La corrida tenía un interés enorme. De “grandiosa” la calificaban los carteles de colores. Mariano y su cuadrilla se despedían de la afición barcelonesa, otrora bizarra pero hoy timorata y espantadiza gracias a la coacción totalitaria. Desde luego Mariano, el niño de la Bola (y gorda) tampoco es Chamaco, torero tan querido en esa tierra por valiente y “echao pa’lante” y que tantos éxitos lograra en la Monumental de Barcelona, futura gran mezquita de la flamante República islámica catalana. Pero el timorato ambidiestro compostelano visitaba de vez en cuando ese ruedo para hacer caja, aunque sea magra, acumular trienios y disimular que torea con miedo y sin arte.
No vale el disimulo esta vez. Refugiado tras el burladero por si acaso se escapa alguna corná, manda a su cuadrilla de peones y peonas para ver si le ponen el toro en suerte y se lo acercan al olivo para descabellarle como buenamente le de a entender la santa patrona de los galleguistas huidizos. Su peona de brega, muy oportunista y algo abarcenada de Purísima y plata ruega el concurso o ayuda de otras cuadrillas para intentar perpetrar la lidia sea como sea y con algo menos de ridículo piolinero. Fiasco. Solo la atiende al quite una espontánea algo despistada, de visita en la ciudad acaso con ganas de salir también en la pantalla de plasma. Un peón de azabache y nazareno hace el quite y pone el capote a la verónica para intentar taparle la vista al morlaco, no sea que se oriente, haga hilo y lo mande al hule. Pero cuando no hay director de lidia el toro vence y la cosa queda muy deslucida sino imposible.
Los piqueros no se atreven por si se les estropean sus castoreños o sufren una pública “costalá”. Sus peones de brega no dan una, y cada uno va por libre, improvisando y manteniendo la ocurrencia, pero disimulan para el público poco entendido ni avisado. Y hacen figuritas o cucamonas siempre que sea lejos del astado hasta terminar de estropear a la fiera que ya campa victoriosa por el ruedo soltando tarascadas y dando bufidos. Es dueña ya de todos los terrenos. Mariano, niño de la Bola (y gorda) se ve que no tiene su año. Se le notan las morbideces de la poltrona, las costuras mohatreras de su currículo como pretendida o impostada figura de postín y, una tras otras, se le van acabando todas sus quimeras, alabanciosamente jaleadas por la prensa adicta y sobrecogedora. Ya no demuestra la más mínima vergüenza torera. Ni de la otra.
La autoridad taurina no saca el pañuelo verde ni devuelve el peligroso bicho al corral. Un falso Miura todo hay que decirlo. Mucho más gordo, mejor cebado en las dehesas presupuestarias catalanas del diez por ciento que en verdad fiero. Así, agotados todos sus trucos, presa de pánico invencible, sólo queda hacer pasar el tiempo de la faena desde la barrera a ver si con un poco de suerte suenan los tres avisos de rigor y puede largarse escondido de la plaza a ahogar sus penas en alcohol aunque sea entre las risas, la rechifla y el abucheo del respetable público que no da crédito a tanta cobardía ni miseria y exige que al menos le devuelvan su dinero.
Sin facultades, quizás nunca las tuvo aunque lo disimulaba mejor, Mariano, el niño de la Bola (y gorda) había renunciado a lidiar ya nada ni en Barcelona ni en el resto de España. Nunca tuvo un toreo dominador sino mañoso, ventajista y marrullero. No le gustan los toros, ni menos las corridas. Al parecer sólo le gusta la pasta abarcenada, el misterio de los Gurtel, la muelle poltrona oficial y comprobar como sus peones atienden solícitos sus cacicadas y melonadas alabadas como grandes logros patrióticos. Cohecha para que le hagan vistosas crónicas falsarias por favorables. El morlaco independentista crece y se crece y se hace el amo indiscutido del ruedo. Con un público acomplejado, con cobardicas ensoberbecidos como Mariano, el niño de la Bola (y gorda) y su pertinaz escuela galleguista la fiesta nacional se muere. Y con ella todo un periodo de la Historia de España.
Segunda de Feria
Los partidos políticos al uso han fracasado, que ya no se trata tanto de una u otra escuela de Tauromaquia sino de toreros, de hombres. Necesitamos hombres capaces no ya de torear sino de lidiar terroríficos morlacos. Sí, aunque sea fiero o marrajo, la Tauromaquia nos enseña que puede ser doblegado y vencido si enfrente hay un maestro valiente y con oficio que prefiere la oportunidad del arte pero no desdeña la lidia.
A veces el riesgo les viene de lo que se creía dominado por su carácter pastueño, obediente o acomodaticio. Un algo trastabillado por el inesperado arreón del manso el pinturero maestro sorosiano se ajusta faja y chaquetilla en azul pavo real y oro y se dispone a continuar la faena con el tramposo pico de la muleta, a gusto de su afición más entregada reunida para tan alta ocasión: el mujerío feminista enardecido que agita las bombachas en el tendido en inoportuna petición de oreja con rabo, y la muchedumbre ignara y soez de jaques, gañanes, gentes del bronce, rufianes, porteros de mancebías, mercaderes de mascarillas, madames o santiguadores de bolsillos en general.
Inasequibles al desaliento ambas bandas, no hay manera de que el bien cebado bicho se deje afeitar. Bufa enardecido desde el perdedero de Waterloo, acogido a sagrado como los clásicos, en tierra de amigos y aliados que no del pretendido malvadísimo enemigo Putin como sostiene la falaz prensa complaciente de la derecha burriciega y palanganera. También algo amilanada ahora por si empiezan a descubrirse sus propias felonías y desfalcos con pretexto del lucrativo cobicho. Fuenteovejuna, todos a una.
De modo que viene bien a todos volver a los prácticos trastes de marear y entretener al populacho. Que si tú esto, que si tú lo otro, que si tú más. Pasado el susto, la cleptocracia borbónica vuelve a lo suyo. El enredar con eternos sumarios judiciales hasta que puedan ser neutralizados de un modo u otro. Faena de aliño o fatigosa de aburrimiento con oportunista estocada pescuecera o bien, pañuelo naranja para padrear, según convenga.
Y lo de la amnistía para toda clase de delincuentes y no solo los golpistas traidores catalanes resulta estupendo y asaz oportuno para distraer al personal cada vez más amoscado o en peligroso trance de despertar de la pesadilla. Para colmo, a estas alturas aún hay corchetes, golillas, escribanos, togados y alguaciles que no se terminan de enterar de quién manda en el reino.
La concesión de la primera oreja se hace por el público que juzga y premia méritos. En cambio, la segunda depende del presidente de la corrida, pero no debe haber problema que es de natural complaciente y además está algo distraído con los múltiples adornos de su elevada testa como para ocuparse de estas menudencias.
La verdad es que ni Begoña sabe qué va a pasar con el rabo ni con la Tercera de feria.