En los próximos tres meses navegaremos tres procelosas elecciones: vascas, catalanas y europeas. En un año habremos totalizado seis comicios, seis. ¡Oleee! Como las clásicas corridas de toros -muy españolas y mucho españolas-. «Votamos muy por encima de nuestras posibilidades» dice esa inteligencia natural del Boinas, a la que de boquilla le gustan las urnas, los callos y el gintonic por encima de cualquier espiritualidad política, económica, social, marítima o tauromáquica. Tres vermuts aperitivistas más tarde, desparramó ya absolutamente apicardado en plan monosabio de lidia corta: «Nos dejarán elegir entre acémilas, jumentos, pencos, rocines y ruanos.» En ese punto nos arrimaron unas sabrosas pataticas ajobravas dispuestas a ser devoradas. Dicen los que saben hacer y hacen cuentas de Estado que nos gastamos tres euracos por barba en -sufragios más o menos universales-, a los que hay que sumar la leña que se zumban los partidos en campaña y que …» no son cosa menor». En los poco anémicos Presupuestos Generales del Estado para 2023 se dedica una nalguda partida de gastos para todas las elecciones del año, asignando un enémico cascoporro plebiscitario de 403 millones euricidas, de los cuales 56 están dedicados a subvencionar gastos electorales de los partidos políticos. Los que ganan obtendrán un botín añadido a su pecunia en función del número de papeletas que obtengan, animándose a invitar el degüello de aquel dicho leonés que reza “del plato a la boca se cae la sopa”. Resume el Boinas que tiene alma del Bierzo y corazón de cierzo recalentado en serpentín de alambique orujero con vahos para destilar piedras: “Un cojonar de pasta para que nos representen, reemplacen y sustituyan los deseos”. Esto fue un prólogo a sorbos que estalló el imprevisible pronto del Boinas de pronto, que me espetó a bocajarro como cambiando de tercio: “Tantos números tripudos y tantas gaitas en adiposas jerigonzas, para que, al final, una pijada lúdico-electrónica de 1200 tragaperras jodan los presupuestos nacionales es para depositar en las urnas no nuestras ganas de ejercer un derecho, sino las caspas de nuestros desencantos «ensobrecidas» junto con el voto para legitimar a esta necesaria patulea, que se alimenta de despropósitos entre el Hard Rock y lo más Soft Sardana. Ese sería el final épico del voto secreto, porque con esas tantísimas toneladas de caspa fabricaríamos unas democráticas blancas y blandas pistas para ciudadanitontitos esquiadores novatos”. No fui capaz de tragarme del tirón la avinagrada gilda que se retorcía entre espasmódicos mordiscos por mi boca, y cuando pude articular palabra fue exclusivamente para que mis encías permitieran susurrar a la lengua pedir al camarero que me pasara el datáfono y un poquito de bicarbonato. Todavía rumio las sabias enseñanzas de este pueblerino destripador de opiniones terruñeras cuando me asalta el deseo de mandarle a las flores desde estas líneas, y comprometerme con algún candidato que sea capaz de rebatirlo y echarlo a la lona, inflado de ganchos dialécticos y crochés retóricos. El gran Castelao decía que “el pueblo solo era soberano el día de las elecciones”, y se le quedó en el tintero, según el parecer tartamudeante del Boinas, “que los amigos lo son pese a ellos, y que los gobernantes lo son porque nos resignamos a obedecerlos”. Cuando le sale la vena ácrata, no se pone insoportable, se pone en modo “jodón entrópico”. Lo peor es que además tiene por bandera dar ocasión de manifestarse a lo que de sus partes rima groseramente con votaciones.