Los causantes de los incendios están en las alturas, cubiertos con tupidos velos
Por Magdalena del Amo
Psicóloga y periodista
Hace algunos años, a falta de noticias de relevancia en el panorama internacional, la prensa –especialmente la televisión— se veía obligada a reanimar las llamadas serpientes de verano: en general, leyendas urbanas y tópicos del “realismo fantástico” que, abordados con rigor, esconden más verdad que cualquiera de los discursos políticos. Pero así son las normas de este sistema superficial y corrupto regido por la mentira. Este año, las indefensas serpientes estivales emergen en forma de tenebrosos dragones de fuego que, al mando de la gran Salamandra, devastan el planeta en una suerte de ritual de muerte sincronizada.
Todos los días y a todas horas, los medios vomitan la misma cantinela fétida sobre el cambio climático que se sustancia en forma de llamaradas infernales. “Controlar el mensaje” e “inundar la zona”. Así rezan los epígrafes impresos en los papeles del protocolo de la manipulación. No vamos a negar los hechos: que el mundo arde es evidente. Cosa distinta es el uso que se está haciendo de los incendios y de su propagación, así como el fin último de este sacrificio de clorofila y sangre, elementos vivos emanadores de potentes energías.
La cosa va más allá de los esporádicos actos de los pirómanos, de las chispas fortuitas de máquinas agrícolas o de descuidos de los amantes de las barbacoas. Es cierto que también son necesarios estos actores para interpretar la farsa y despertar la ira de los ciudadanos, pero casi siempre son actores de reparto. Los grandes protagonistas están en las alturas cubiertos con tupidos velos.
La mayoría de los incendios se inician desde lo alto. Ahí están las imágenes como prueba. En realidad, se trata de diseños de aniquilación programada por parte de los amos del mundo, igual que los chemtrails que cuadriculan nuestros cielos, causa de las “boinas” y nieblas enfermizas cuyas partículas coadyuvan a la propagación del fuego al actuar como acelerantes. Hace unos días, unos campesinos gallegos fueron testigos de la caída en su finca de un cartucho similar a los que se utilizan para la caza, que el Seprona llevó para analizar. Los testigos lo tuvieron más que claro. “Iba destinado al monte, pero les falló la puntería […] Quieren quemarnos vivos”, fueron sus últimas palabras tras explicar los pormenores. En efecto, por muy duro que resulte, quieren arrasar todo lo viviente para cumplir con la Agenda 2030 y crear un mundo transgénico y transhumano. Por eso persiguen a los agricultores y asesinan a las reses de los ganaderos con el pretexto de crear un mundo más sostenible, sin ventosidades y carne vegetal.
La verdad está a la vista, pero aún no es percibida. Quizá porque estamos demasiado distraídos e intoxicados por el miedo y la incertidumbre que no paran de inocularnos. No nos damos cuenta de que se está librando una guerra contra el planeta en su conjunto, con el ser humano como epicentro. El lema de los instigadores de este plan es “aniquilar la obra de Dios”, es decir, el crecimiento y la evolución naturales de acuerdo a los valores de amor y justicia que nos son inherentes, y sustituirla por un sistema involutivo y degradante. Esto pasa por la eliminación de una parte de la población, la destrucción de la familia, la religión, la familia y todo tipo de relaciones humanas, entre ellas la de parejas entre heterosexuales. Por eso fomentan el homosexualismo, el transexualismo y todo lo queer y lo foucaltiano, es decir, todas las patologías y perversiones anteriores a los últimos criterios del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales de la Asociación Americana de Psiquiatría (DSM, por sus siglas en inglés), tras caer ésta en manos masónicas, esto es, los mismos de la Agenda 2030.
Lo peor de esta situación es que una buena parte de la humanidad aún no ha alcanzado el grado de consciencia para darse cuenta de ello e incluso, sin saberlo, está siendo cómplice de su propio suicidio al obedecer, integrar y repetir las consignas de sus amos.
Este verano, las muertes por los efectos adversos de la vacuna están siendo camufladas con las olas de calor. Dentro de unos meses, además de la viruela del mono y algunos parientes más, las bajas temperaturas y “Filomenas” serán las causantes. Y la gente seguirá comulgando con ruedas de molino. ¿¡Cómo es posible tanta credulidad!? La pregunta es meramente retórica.
La verdad es que la sociedad vive prisionera en una inmensa tela de araña, sin apenas resquicios de libertad. Todos se alinean para que el miedo esté presente y ningún pensamiento positivo tenga cabida. Los médicos, más que guardianes de la salud, son los representantes de la enfermedad. En lugar de dar pautas para mantener nuestro cuerpo sano, con un sistema inmunitario reforzado hacen todo lo contrario. Nos recuerdan continuamente cuán vulnerables somos y cuán expuestos estamos a todo. Este estado continuo de miedo, estrés, incertidumbre y falta de expectativas conduce a la enfermedad crónica y a la muerte.
Los laboratorios nos bombardean con publicidad para fomentar la vulnerabilidad. Aparte de sacarse de la manga enfermedades nuevas, resucitan las antiguas. Nos alertan de la vuelta de las infecciones de transmisión sexual. Han surgido empresas que gastan ingentes cantidades de dinero en propaganda para que compremos sus múltiples test y nos chequeemos a diario.
El pasaporte sanitario –debería llamarse pase político— sigue vigente un año más, aunque la fecha es solo un decir. Vamos camino de la estabulación total de la granja, al uso de los modernos y deshumanizados ganaderos. Las vacas ya no gozan de los pastos verdes de los campos, como hacía la Cordera de Clarín en el prao Somonte acompañada de sus inseparables Rosa y Pinín. Las vacas de ahora no tienen una rascada esporádica del pastor o unas palabras cariñosas de complicidad; ni siquiera tienen nombre; son un código registrado en un ordenador central que el ganadero vigila día y noche. Así sabe cuánto comen, si tienen fiebre, cuánta leche dan y demás pormenores del animal, incluso su hora de punto final. El destino de la humanidad no es muy diferente, aunque peor. Otra cosa es que nuestro amor propio y desconocimiento nos impida admitirlo.
Nuestro destino, de acuerdo al plan divino, no es la esclavitud, sino la libertad que emana del discernimiento. Pero para conseguirla es necesaria la lucha, sobre todo, espiritual. Y esa parcela la hemos olvidado. Por eso estamos así.
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