No sabemos si están más deslegitimados nuestros representantes o las instituciones. Somos, la sociedad española, víctima de un mal perraco y ladrador que padecemos con peor diagnóstico sangrante que las hemorroides. Nos han sacado. Nos han llevado a la lona. Nos han vilipendiado la esperanza. Nos han quemado. ¿Y ahora qué? Nos patearán el polvo y nos barrerán la posibilidad de un país mejor a la cuneta, donde yacen los huesos de quienes lucharon porque pudiéramos expresarnos y politizarnos con libertad. Acabaremos tan acabados como acabaron los acaboses de la lucha por los pequeños y grandes derechos. Ya todo es un casi nada de nada, donde la falta de política de servicio es un demasiado atragantamiento de silencios. El silencio y las ausencias, como los ruidos y las amenazas, siempre trataron de abrirse caminos más allá de las ideas y las pasiones. El ciudadano no lo percibe en el aire que respira, tan lleno de falacias, salvo cuando ocurre el cansancio enfermizo al que no encuentra forma de sanar porque le aprieta las costuras de la inteligencia, y ahí justo no hay remedios, porque en un grito de gallinero revuelto es imposible modular el ruido con remedios de farmacopea. Le quedan, como poso revuelto, los ecos de lo que fue en su momento la ilusión de una mejor sociedad y la tóxica culpa de las faltas de cumplimientos. Los “mañanas” son cada vez más lejanos y los “hoys” cada vez más difusamente tramposos. Los calendarios han roto «el futuro que ya no es el que era», dejándonos huérfanos de sueños. Recordad, sin grises nostalgias, que cuando se soñaba en muy grande y se actuaba muy en pequeño todavía teníamos camino. Ahora en este chotacabras que pateamos a la carrera –dicen que como pollo sin cabeza- los charcos anegan la lejana meta. Entre el temor y el miedo de llegar a no se sabe dónde hay un abismo en el que no se abren los paracaídas por falta de oxígeno, y del porrazo la envejecida fe artrítica no tiene intención alguna de salvarnos. Aquella perogrullada que nos susurraba con música de cantautor comprometido versos irónicos, indecorosos y militantes «el mejor gobierno es el que menos gobierna», nos la han cambiado astutamente desde la televisión y la prensa por «la mejor política es la que no existe», y así a nuestros mansos votos para cuatro años les puede suceder cono les pasó a los 80.000.000 millones de americanos que han votado por este Trump tan peligroso y zafio. Ya todo arde sin remisión y, en ese calor que anticipa el tórrido verano, abrimos los paraguas que se sienten inútiles escudos en estas manos que ya no se alzan con furia en la guerra de las ideas. Sentimos sofocarse las llamas en la herida luminosa de los brazos caídos. A lo peor es que todo ya es otoño mortecino y nos han disecado las meninges. A lo peor somos la subtrama innecesaria de una serie de tarde como esa de «la familia de TVE» que nos hace vomitar. A lo peor esta España machadiana del corazón helado anda en periodo de refrigeración líquida. Escuchando a energúmenos en el Congreso su apagón dialectico, rumiando malamente la falta de trascendencia de unos WhatsApp sospechosos de delito, la falta de rigor en preguntas y respuestas, el indeseable retorcimiento partidista de los hechos y la ineducada vocinglería macarra de futbolín de barrio con delincuencia armada que gastan unos y otros, solo nos queda abrazar con ardor esos hilos que Bécquer tejió para nuestra buena administración personal del pasar la vida : “El mundo es un absurdo animado que rueda en el vacío para asombro de sus habitantes”. En ese universo infame de novelita negra somos renglones emborronados y despolitizados a cascoporro. Lo hemos de sentir por nuestros hijos si no son capaces de entender que hay que cuidarse de los perros que muerden callados.